
El mar es el relato de Max Morden, historiador de arte y anacoreta reciente. Al comenzar la novela, nos topamos, antes que nada, con su voz: las frases sinuosas de Banville, admirablemente dotadas para la nostalgia y a la vez para la ironía, funcionan maravillosamente en esta novela hecha de todo lo que hay de irónico en la nostalgia. Max se ha retirado a un pueblo costero con un triple propósito. Primero: evocar cierto verano trascendental de su infancia, los días en que, de mano de la familia Grace, conoció el deseo, luego el sexo, luego la muerte. Segundo: evocar la larga enfermedad de Anna, su esposa, y enfrentarse con su muerte. Y tercero: escribir sobre los dos momentos, y al hacerlo encontrar los vínculos secretos que los unen. Pues Max es un digno representante de esa raza literaria que descubre, en el proceso de contar su historia, lo que esa historia significa. Al contrario de lo que ocurría en El intocable o en Imposturas o aun en Eclipse, novelas que al fin y al cabo asumían sin reticencias y sin complejos el empaque de la confesión, Max Morden no está aquí para confesar nada: quiere saber. Saber por qué el fantasma de los gemelos Grace y de su madre y de su niñera lo ha asediado todo este tiempo. Saber cómo hace un hombre viudo (y un poco cínico) para enfrentarse a la soledad y al dolor de la pérdida. Saber, en fin, qué relación tienen en su vida los dos asuntos viejísimos del amor y la muerte. Pues uno de los logros más considerables de esta novela es la testarudez y la eficacia con que Banville se abre camino en esas emociones: en sus manos, el tópico del eros y el tánatos tiene, increíblemente, cosas nuevas que decir.